LA CASA DE LAS CUATRO TORRES EN CÁDIZ

Miguel Ángel Castellano Pavón y Francisco Manuel Ramírez León


 

Ahora que ya se van acortando los días, palidece el sol y se presiente cercana la llegada de la estación más bonita del ciclo, comenzamos a añorar los momentos despreocupados y de asueto que se disfrutaron en los días largos y calurosos del verano. Y hay quienes los recordamos con intensa melancolía, pues ya los sentimos en el justo instante en que fueron vividos, cuando constituyeron nuestro tiempo presente.

 

 
La Casa de las Cuatro Torres desde la Plaza Argüelles

 

Y esto nos sucede cuando sentimos que lo que estamos disfrutando es único, feliz y, seguramente, por desgracia, irrepetible; ya sea por el sitio en el que nos vimos ubicados, por la compañía que nos envolvía, o, simplemente, por lo que transcurre ante nuestros ojos, que, aunque sea sencillo el asunto, quizás hasta tan simple como una amena conversación, nos colma como poquitas cosas pueden hacerlo en esta vida.

Y han sido dos afortunadas jornadas estivales las que más nos saciaron. Y las dos transcurrieron en un barroco caserón de los más bonitos, de los que todavía saben lucir, en el rico y singular caserío gaditano, su un tanto achacoso traje de siglo XVIII: la Casa de las Cuatro Torres. Y si debemos la suerte de haber conocido las intimidades de tan imponente edificio al que hasta hace pocas fechas ha sido su último inquilino, Manuel Miraut, -amigo de hace años, que nos abrió su torre, su hogar-, dos mujeres fueron, una por jornada, las que gobernaron con su presencia en aquellas muy evocadoras, por americanistas, vivencias de unas tardes de verano.

 

 
Vista de Cádiz desde la torre nordeste de la Casa de las Cuatro Torres: de izquierda a derecha, la Torre de la Contaduría (Campanario de la Catedral Vieja), la Torre del Sagrario de la Catedral Vieja y la Catedral Nueva. En primer término, la torre sureste de la Casa de las Cuatro Torres.

 

Para paladear un buen cante flamenco impregnado de Mar Caribe, no hay mejor escenario en el mundo que las torres miradores de Cádiz, desde dónde se otea por todos lados el Atlántico que los trajo. Y posiblemente no haya garganta más curtida y preparada para interpretarlo, que la voz flamenca, dulce y sabia en los cantes de Cádiz, la de Carmen de la Jara. Coincidimos con la cantaora en la Torre de Lolo, invitados junto con otros afortunados a contemplar unas vistas dominadas por la mole de la Catedral de las Américas, y el espectáculo enorme de la puesta del sol sobre el mar tranquilo de la Alameda gaditana.

Así, cuando ya se había ido el astro rey, despidiéndose con un guiño verde en su último rayo, -que, según nos dicen, es raro de ver y, por tanto, generoso donador de anhelados deseos y portador de buenas venturas-, quiso una inspiradísima artista, simplemente porque le salió del alma, regalarnos sin más música que su voz, unos cantes de los llamados de ida y vuelta, rumbas y otros sones latinoamericanos mecidos por la cadencia de un compás flamenco. Y en un íntimo recital al amparo de la garita de la torre, se hizo la noche, avanzó la madrugada, que fue fresca, y se nos cayó del almanaque un día grato.

 

 
Detalle de los esgrafiados en almagra que presenta la garita de la torre nordeste, iluminada por el Sol poniente.

 

Durante el verano siempre ha sido normal la asistencia a Cádiz de importantes personajes vinculados con el mundo de la cultura, dando fe de ello los afamados Cursos de Verano que trajeron figuras como Gregorio Marañón, Jean Cocteau y tantos otros que se dieron cita en la siempre querida ciudad. No ha sido este el motivo para la persona que ahora nos va a ocupar, pero sí ha coincidido con ello.

Durante varios días estuvo con nosotros Clara Bargellini Cioni, profesora del Instituto de Investigaciones Estética de la UNAM de México, de cuna italiana y mexicana de adopción. Como toda persona ilustre y sin afán de notoriedad, pasó desapercibida para la prensa local.

La profesora Bargellini recibió su Licenciatura de la Universidad de Pennsylvania, en Philadelphia, y su Doctorado en Historia del Arte en la Universidad de Harvard. Además, es Catedrática de Historia del Arte en el Colegio de Historia, y en el Posgrado de Historia del Arte en la Facultad de Filosofía y Letras de la misma UNAM. Ha sido profesora visitante en las universidades de Zacatecas y Chihuahua, y en el Institute of Fine Arts de la Universidad de Nueva York, así como en las Universidades de Chicago y Pennsylvania, entre otras.

 

 
De izquierda a derecha, Lorenzo Alonso de la Sierra, Clara Bargellini Cioni y Miguel Ángel Castellano Pavón.

 

Entre libros y artículos, ya sea en solitario o en colaboraciones colectivas, numerosas son las publicaciones de Clara Bargellini sobre el mundo del Arte y la Historia en la Nueva España: La Catedral de Chihuahua (1984), La Arquitectura de la Plata: Iglesias Monumentales del Centro-Norte de México, 1640-1752 (1991), La Catedral de Saltillo: Tiempo y Espacio de un Acervo, Historia y Arte en un Pueblo Rural: San Bartolomé, hoy Valle de Allende, Chihuahua (1998), Chihuahua, Caminos del Pasado, el Sur del Estado (2000) y Misiones para Chihuahua (2004).

Bargellini es también una persona preocupada por la conservación del Patrimonio Universal, -fue becada por la Fundación Kress en Florencia después de la inundación del año 1966-, además de miembro fundador del Comité asesor del Laboratorio de Diagnóstico de Obras de Arte del Instituto de Investigaciones Estéticas.

 

 
Detalles de la torre nordeste de la Casa de las Cuatro Torres

 

Tan ilustre personaje no ha tenido mejor cicerone en su visita a Cádiz que el historiador Lorenzo Alonso de la Sierra, quien ha sabido, como siempre y de forma magistral, guiar por todos los rincones de la ciudad andaluza a la afamada profesora, la cual tenía especial curiosidad por conocer el antiguo Cristo Crucificado titular de la Cofradía de la Vera-Cruz, por ser éste de factura mexicana, de los Cristos llamados "de papelón".

Y de la casa de la decana hermandad, y siempre orientados por la labia sabia de Lorenzo Alonso de la Sierra, acabamos por subir a la Casa de las Cuatro Torres, para que la profesora conociese la tan particular manera gaditana de entender la arquitectura, nacida allá por las centurias en las que Cádiz fue Emporio, de las necesidades y conveniencias de aquellos cargadores a Indias; además de ser edificios como éste reflejo de sus vanidades, de prestigio social y de la riqueza enorme que atesoraron.

Hace siglos que no se comercia en Cádiz con las riquezas americanas. Disfrutamos de la herencia de una época sublime que modeló gran parte de la ciudad, fijó su perfil urbanístico y, en cierta forma, nuestra manera de entender y gustar de algunas de las disciplinas del Arte, así como el carácter de sus gentes. Reconocemos los gaditanos la importancia del impacto americano, y gustamos mucho de ello, aún en asuntos que pueden parecer menos graves: el habla y el folclore propio, ya sea en el flamenco o en nuestro mítico Carnaval. Y aquellos que vienen de tierras americanas verán reflejadas por cualquier rincón de la vieja ciudad de Cádiz, maneras y formas de un lenguaje Barroco, y aún del Neoclásico, que son también las suyas propias.

 

 
A la izquierda, detalle ornamental que fecha la Casa de las Cuatro Torres en el año 1745. A la derecha, detalle de la portada de una de las entradas de la Casa de la Cuatro Torres por la calle Manuel Rancés; se trata de una cartela de rocallas de buena labra, con los anagramas de Jesús, María y José.

 

Son Carmen de la Jara y Clara Bergallini dos mujeres que recrean, de muy distintas maneras con sus respectivas ocupaciones, los evidentes testigos de un todavía cercano pasado común; la una, con un cante gitano-andaluz que vino felizmente de vuelta contaminado de sones antillanos; la otra, con sus valiosos estudios sobre un Arte desarrollado en la Norteamérica más hispánica, que partió netamente europeo de estas tierras meridionales para enriquecerse en las Indias con la mezcla de autóctonos gustos indígenas.

Una es de este rincón, y siempre lo tiene presente, y la foránea seguro que lo recordará; pues es nuestro Cádiz, trayéndonos siempre al presente la grandeza de un pasado que fue mejor, una esquina del mundo que cobija la nostalgia y la contagia bien pronto a todos sus visitantes.

En este final del estío, inmersos ya en la rutina de la vida ordinaria, acudimos a la memoria. Y con el consuelo de los buenos recuerdos, nace un pensamiento: quizás no haya manera más agradable y sencilla de rememorar los tiempos ricos del comercio americano en Cádiz que disfrutando del ocaso en una desocupada tarde de verano, desde la Casa de las Cuatro Torres.

 

Fotografías de Manuel Miraut, Francisco Manuel Ramírez León y Miguel Ángel Castellano Pavón

 

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