EL ÁRBOL DE LA VIDA

Jesús Abades


 

Tras una admirable verja de procedencia latinoamericana, entramos en la Capilla de la Inmaculada Concepción, uno de los numerosos espacios religiosos que atesora la Catedral gótica de Segovia.

Es una capilla austera, en comparación con la suntuosidad de otras capillas del templo metropolitano, que tiene como eje principal un discreto retablo con una imagen de la Inmaculada titular, labrada con gran sobriedad por Antonio Herrera (1621), bajo la cual recibe culto una interesante talla del Ecce Homo, obra de escuela napolitana. De entre los lienzos que decoran las paredes del recinto, llama especialmente la atención, tanto por sus calidades como por el sugestivo simbolismo que muestra, uno pintado por el sevillano Ignacio de Ries que se titula El Árbol de la Vida.

Ignacio de Ries (también mal llamado Fernando) fue uno de los artistas que integraron la nómina de oficiales al servicio del gran pintor Francisco de Zurbarán, debido a la ingente demanda de cuadros para España y las colonias de Hispanoamérica que tuvo que afrontar el maestro en sus años de plenitud.

Según la crítica especializada, Ries es el pintor que goza de mayor entidad y prestigio de entre todos los discípulos de Zurbarán, y es el único que, por sus evidentes méritos, ha merecido pasar a las páginas de la historia de la pintura sevillana (1).

El estilo de Ries se va a ver fuertemente influido por el de su maestro, con todos los grafismos que conlleva la siempre interesante plástica zurbaranesca: humildad compositiva, aislamiento de las figuras, semblantes y actitudes que emanan paz interior, serenidad y silencio, y marcos tenebristas por influencia del italiano Caravaggio (que, en el caso de Zurbarán, sólo suavizará las sombras en los últimos años de su vida).

La obra que nos ocupa es un buen ejemplo de parte de los detalles anteriores, junto a la preferencia de Zurbarán por los paisajes rocosos y el arrobo místico que desprenden las imágenes que representan a Cristo. La alegórica escena, plena de entrañable irrealidad, muestra como centro del conjunto al fámoso árbol, sobre cuya copa varios hombres y mujeres, ataviados con galas de la época, celebran una fiesta donde no falta el espléndido banquete, la música, los encuentros amorosos y la diversión.

En el suelo, a la izquierda, se dispone la muerte bajo la forma de un esqueleto casi tan grande como el árbol. Ha cortado con su guadaña la mayor parte del tronco y se dispone a dar lo que presumiblemente se intuye como el último tajo para la caída del mismo. Junto a la muerte se sitúa un demonio mucho más pequeño, que se prepara con una soga para tirar al averno el árbol y sus insólitos ocupantes en el momento que el esqueleto acabe de cortarlo. A la derecha se presenta Jesús, representado joven y bello con larga melena y vistiendo severa túnica morada, que recuerda varias composiciones de Zurbarán sobre el mismo tema como El Salvador Bendiciendo del Museo del Prado o el Jesús de La Aparición a Fray Andrés Salmerón. En este caso, Cristo procede decidido a tocar con un martillo una campana de aviso.

Como se puede imaginar, el mensaje que transmite al espectador tan esotérica composición es fruto de la acérrima moral religiosa del momento, presente también en otros lienzos como In Ictu Oculi o Finis Gloriae Mundi, de Juan de Valdés Leal. El Árbol de la Vida no es más que la misma existencia humana que, en cualquier momento, puede ser truncada por la muerte. De ahí que el lienzo pretenda aleccionar la mayor moderación posible del alma de los hombres frente a la lujuria, la ociosidad y el desenfreno para evitar su condenación al infierno en caso de que la muerte se presente sin haber enmendado las conductas ni haber mediado el arrepentimiento. Ello justifica la presencia de Cristo en la escena, quien misericordioso y con preocupado semblante, se apresura a dar la señal de alarma a los hombres con el fin de orientar sus vidas a la modestia y el recato que imperaban en la vida cristiana de la época.

Todo ello se resume en la inscripción que, redactada en castellano, imprime el pintor en el extremo superior del lienzo, flanqueando a los comensales: Mira que te mira Dios / Mira que te está mirando / Mira que te has de morir / Mira que no sabes cuando.

Junto con El Bautismo de Jesús, El Martirio de San Hermenegildo y La Conversión de San Pablo, esta obra, que figuró en la exposición Las Edades del Hombre del año 1988, constituye la decoración pictórica de la Capilla de la Inmaculada Concepción de la Catedral de Segovia, fechadas todas ellas en el año 1653.


BIBLIOGRAFÍA

(1) MORENO MENDOZA, Agustín. Zurbarán, Madrid, Electa, 1999, págs. 34 y 35.

 

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